miércoles, 14 de septiembre de 2016

Somos tan fregones que hasta de Dios la queremos hacer

Por Daniel Ontiveros


Recién estaba viendo un documental en Netflix llamado Extremis. Dura solo 24 minutos, pero habla de lo que tarde que temprano debemos enfrentar, la muerte de un ser querido.

¿Qué hacer cuando ya no existe más remedio?, cuando solo es cuestión de esperar a la muerte. ¿Dejamos a los médicos a jugar ser Dios?, en verdad merecen ese castigo, de ellos decidir entre la vida y la muerte de nuestro familiar, o hacerlo nosotros y desconectarlo de una sala de terapia intensiva.

En esos momento chocan todas nuestras ideas, las buenas que se convierten en malas, las malas que se convierten en buenas, porque estamos decidiendo por matar o dejar vivir a una persona.... o tal vez ya esté muerta, y ni siquiera lo queremos ver.

Últimamente las salas de terapia intensiva, se han convertido en lo último que ven muchas personas. Son áreas donde debido a la condición tan crítica de una persona, las máquinas pueden hacer que sobrevivas. Ellas respiran por ti, hacen latir tu corazón, te alimentan. Sin esas máquinas, la vida termina.

Cuando era voluntario de la Cruz Roja, muchas veces me tocó acudir a hogares donde por lo regular, estaba el abuelo o abuela enfermo. Enfermedad que lo tenía postrado en cama desde hace años. Los médicos, de hospitales particulares y de gobierno, ya no podían hacer nada por salvarlo, y le mencionaban a los hijos que solo era tiempo de esperar al curso natural de la vida: la llegada de la muerte.

Pero los sentimientos de perder a ese ser querido, y la soledad que representa los hacían de nuevo hablar a la ambulancia y pedir fuera trasladado. Claro que en el hospital lo recibían, y era tan crítica su situación que pasaba directo a una sala de choque y posterior a una de terapia intensiva a ser conectado a un respirador.

Los médicos tenían la razón, por más dolorosa que fuera la situación, esas personas ya no estaban viviendo por ellas mismas, lo hacía una máquina, y los familiares esperaban un milagro para que se recuperara. Pero aún pensando en Dios, el querría vernos postrados de esa forma, viendo a nuestra familia sufrir, tal vez por días o semanas. Eso que estaba en la cama, solo era un cuerpo, que lo que menos tiene es vida.

Finalmente, llegaba lo que se esperaba, el desdichado paciente, en su andar de la casa al hospital, terminaba muriendo, muchas veces solo, en una cama, junto a otros 10, 20 0 30 pacientes en su misma condición, al estar días conectado a un respirador, muriendo por una infección.

Los hospitales en la actualidad están gastando cifras millonarias para mantener con vida artificial a una persona, no porque ella se aferre a este mundo, sino porque los hijos son los que intentan detener el curso natural de la vida, y no experimentar ese dolor cuando aparezca la muerte.

Que no fueron nuestros propios abuelos, padres, hermanos, quienes muchas veces nos dijeron que ellos querían morir en paz.

Recuerdo que mi abuela, a su avanzada edad, creo ya los 90 años, fue diagnosticada con cáncer. Ella lo único que ya quería era descansar, y así fue, murió tranquila en su cama, acompañada de su familia. Solo una vez tuvimos que hablar a la ambulancia para que la revisara, pero no fue necesario el traslado a un hospital, cuando se sabe que ya nada ni nadie puede hacer algo.

Será que hemos pasado los límites y queremos jugar hasta con la muerte, de vivir (si es que se le puede decir así), conectados a 4 o 5 máquinas para que nuestros corazón siga funcionando, y quien realmente esté en agonía sea nuestra familia.

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